Estampas en sepia
Diego Salcedo Salcedo
"Zumbambico"
Para el concurso " Recuerdos de mi Pueblo"
de la Junta Regional de Cultura
del Valle del Cauca
Buga 1985
Cinco en todo
A los seis años me matricularon en el colegio de las Delgado, que vivían frente a la puerta lateral de la Basílica. Me compraron cuadernos y pizarra, lápiz, borrador y sacapuntas y nos prestaron un pupitre viejo que había sido de alguien. Mi tío se echó el pupitre a la cabeza, metí los útiles en el maletín y salimos el primer día de clase, muy orondo y orgulloso yo durante la primera cuadra y media del viaje. Al llegar a la esquina de la Basílica, antes de bajarnos del andén de la plazuela, me saludó un corrillo de futuras condiscípulas que estaban a la puerta del colegio:
_ ¡ Miren quién viene allá!
Ese día conocí el pánico. Di media vuelta, y salí corriendo para mi casa como alma en pena. Ya estaba en el comedor acezando y contándole a mi mamá, cuando llegó mi tío con el pupitre, totiado de la risa. Tuvieron que aplazar por un año lo de mi matrícula y cuando le contaron a Chila, soltó su carcajadita y me dijo:
_ ¡ Vení acá, miquerengüengue asao, ojos de gato en zapallera renegrido en la tuertera biche, que te quiero jalar las orejas!
Chila nos metía las orejas entre el índice y el corazón mientras con el pulgar nos refregaba la patilla a contrapelo. Gozaba con eso y nosotros nos reíamos, pero no nos gustaba de a mucho esa su manera de hacernos caricias.
Al año siguiente las Delgados se pasaron a la casa de misiá Carmen Crespo y yo entré a estudiar muy juicioso. La clase de Rosa Elisa era la de los hombres y Laura era la profesora de las niñas. A la hora del recreo a nosotros nos llevaban al solar y la clase de Laura se quedaba en el patio de adelante. Jugábamos esgrima o a los indios con arcos y flechas, mientras ellas repetían los sonsonetes de Matarile o el de "que pase el rey, que ha de pasar, que el hijo del conde se ha de quedar".
Buga 1985
Cinco en todo
A los seis años me matricularon en el colegio de las Delgado, que vivían frente a la puerta lateral de la Basílica. Me compraron cuadernos y pizarra, lápiz, borrador y sacapuntas y nos prestaron un pupitre viejo que había sido de alguien. Mi tío se echó el pupitre a la cabeza, metí los útiles en el maletín y salimos el primer día de clase, muy orondo y orgulloso yo durante la primera cuadra y media del viaje. Al llegar a la esquina de la Basílica, antes de bajarnos del andén de la plazuela, me saludó un corrillo de futuras condiscípulas que estaban a la puerta del colegio:
_ ¡ Miren quién viene allá!
Ese día conocí el pánico. Di media vuelta, y salí corriendo para mi casa como alma en pena. Ya estaba en el comedor acezando y contándole a mi mamá, cuando llegó mi tío con el pupitre, totiado de la risa. Tuvieron que aplazar por un año lo de mi matrícula y cuando le contaron a Chila, soltó su carcajadita y me dijo:
_ ¡ Vení acá, miquerengüengue asao, ojos de gato en zapallera renegrido en la tuertera biche, que te quiero jalar las orejas!
Chila nos metía las orejas entre el índice y el corazón mientras con el pulgar nos refregaba la patilla a contrapelo. Gozaba con eso y nosotros nos reíamos, pero no nos gustaba de a mucho esa su manera de hacernos caricias.
Al año siguiente las Delgados se pasaron a la casa de misiá Carmen Crespo y yo entré a estudiar muy juicioso. La clase de Rosa Elisa era la de los hombres y Laura era la profesora de las niñas. A la hora del recreo a nosotros nos llevaban al solar y la clase de Laura se quedaba en el patio de adelante. Jugábamos esgrima o a los indios con arcos y flechas, mientras ellas repetían los sonsonetes de Matarile o el de "que pase el rey, que ha de pasar, que el hijo del conde se ha de quedar".