Estampas en sepia
Diego Salcedo Salcedo
"Zumbambico"
Para el concurso " Recuerdos de mi Pueblo"
de la Junta Regional de Cultura
del Valle del Cauca
Buga 1985
¡Hay Bando!
Al empezar diciembre la banda Pelleja acompañaba a
Josecruz Riomalo a pedir para la novena. Josecruz andaba con una hucha, sobre
la hucha un Niño Dios antiguo, y gritaba desde los portones:
_ ¡ Plata p´al Niño Dios!
Los bugueños caricaturizaban la escena contestando desde
el interior de las casas:
_ ¡ Pren, pren pregón, plata p´al Padre Aragón.!
La Pelleja estaba formada por tres o cuatro viejitos que
ya habían parado de envejecer porque pasaban los años y seguían idénticos, con
las mismas arrugas, los mismos instrumentos, la misma indumentaria de dril, la
misma falta de acoplamiento musical y las mismas piezas de siempre, pero eran
populares y la gente salía a oírlos y a reírse un rato.
No he podido precisar si era la tambora de La Pelleja o
algún policía quien acompañaba al agente que leía el bando. Lo cierto es que el
bando era con redoble y todos salíamos a la esquina de las Santacolomas para
enterarnos de la situación, pero lo único que lográbamos saber era que se
debían pintar las casas porque ya venía la Semana Santa, o izar bandera el
próximo veinte de julio so pena de multa convertible en arresto.
Se veía linda la ciudad embanderada y todos emulaban en
tener el mejor pabellón y el asta más elegante. La bandera de don Chepe
Azcárate tenía escudo bordado y lucía muy bien en el balcón de la esquina, pero
mi papá rezongaba cada vez que la veía porque el escudo no es para usarse en
esos casos.
La alcaldía se la turnaban don Chepe Plaza, Romuscal y
don Carlos Concha, y sabíamos que habían cambiado entre ellos porque el que
estaba reestrenando el puesto recorría la población después del respectivo
bando recordando a los vecinos la orden de blanquear o regañando a quien
olvidaba izar bandera
Pero l´autoridá, lo que se llama propiamente l´autoridá,
la encarnaba Miguel Angel, el eterno policía municipal.
Miguel Angel ya estaba más que maduro, era alto,
desgarbado, de bigote ralo, y, aunque no tenía cara de bravo, nos aterrorizaba.
Lo veíamos venir desde la plaza con su uniforme caqui
desteñido de pantalones anchos y guerrera raída y corta de mangas, de hombros y
de faldas, ceñido por un cinturón universal con hebillas de cobre, armado de
bolillo y revólver y tocado con una gorra informe puesta a la pedrada.
Mejor dicho, una pantomima de lo marcial que no resistía
comparación con los oficiales del Palacé, siempre listos para que cualquier
superior les pasara revista, y sin embargo nos asustaba el carcelazo que nos
podía meter Miguel Angel, como lo hacía con los muchachos que cogía
caucheriando en el parque o subidos al quenepo robando la cosecha, o al bay-rum
por quitarle las hojas para hacer perfumes.
Por eso nos escondíamos de él en los zaguanes, detrás del
portón, y siempre nos asomábamos antes de tiempo, cuando pasaba el policía
muerto de risa por el susto que nos daba.
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